martes, 1 de diciembre de 2009

A poco de terminar el año puedo decir con seguridad que este es uno de los mejores recuerdos que me quedarán de este año: Parada en esa cocina viendo esa escena de telas y colores invernales. Seis mujeres sentadas a la mesa, platicando entre tanta confianza, en algún nivel se convirtieron en familia. Y yo. Las veo reír y el tiempo corre más lento durante unos momentos. El calor de los rayos de sol que alcanzan a entrar por el ventanal, de la comida recién hecha, pero sobre todo de su relación deja fuera el frío inviero que asoma su blancura.
Sus rostros cansados, pero felices, iluminados con sus sonrisas. Sus cabellos despeinados (sí, de todas), sus posturas relajadas, sus chistes locales, sus juegos de palabras, sus gestos de aliento, la dedicación que reposa en sus ojeras, la admiración de las unas por las otras, sus múltiples y variados talentos. Todas en distintas etapas y sintonías, y todas juntas.

Lo mejor de todo es que soy parte de esta escena. No es que sea feminista, por el contrario, siempre he tenido más amigos que amigas (es más sencillo convivir con ellos, y las pláticas de ropa, maquillaje y hombres se me terminan siempre de golpe, y para siempre), y creo que equidad es igualdad, más allá de reconocimiento a tal o cual género. Pero ellas, que no hablan de hombres, maquillaje y ropa, por cierto, han venido a acompañarme en una etapa de mi vida que de por sí era feliz, y ahora con su cariño y amistad es sencillamente perfecta.

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